Pasando de puntillas en las tablas memorizadas que rechinan más cuando se pisan.
Se deslizaba en la habitación del muchacho, lo miraba un segundo o dos y revisaba en el primer cajón derecho del escritorio.
Y ahí estaba como siempre, el cuaderno gastado. Lo guardaba entre su pijama y la chaqueta, cerca del pecho. Y salía del lugar otra vez de puntillas, tratando de no respirar, mirándolo a él de reojo, para asegurarse de que seguía dormido.
Entonces se escondía debajo de las escaleras, encendía un bombillo lleno de polvo y buscaba la última hoja escrita del librito. En silencio leía palabra por palabra ese nuevo cuento, y a veces sonreía y abrazaba el cuaderno, y otras veces, al terminar lo cerraba en silencio y
miraba al vacío por horas... interiorizando las palabras. Sabía que él no le escribía a ella, por eso a veces le daban ganas de arrancar cada hoja del cuaderno y enviar en miles de sobres perfumados los cuentos a sus diferentes dueñas, pero otras veces nada más miraba al vacío en silencio.Y ya para cuando el frío de la madrugada se hacía insoportable, cuando el sueño le cerraba los párpados, o cuando ya el amanecer se dejaba asomar por las ventanas, salía de su escondite. De puntillas otra vez, repetía el camino a la habitación del muchacho. Entraba en silencio, lo miraba por dos o tres segundos y regresaba el cuaderno a su cajón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario